Unas telas doradas de tono apagado se movían, agarradas con hilos como formando un vestido, en una sutil contradicción óptica. Lucía bajó con ellas las escaleras del salón. Hacía un ruido tremendo que nadie escuchaba, tic tac tic, sonaban sus zapatos de una relación alto/espesor demasiado pequeña. El pelo era un foco ineludible: un peinado bien arriba y hecho en una peluquería de barrio en la que supieron que el evento merecía un esfuerzo superior al diario, pero que no lograron alcanzar (por simple definición). Con su cabeza endurecida y esa incomodidad en la que se regodeaba sin disimular, se dirigió al centro de la atención de especímenes análogos; algunos llevaban diseños geométricos baratos (en pleno optimismo los llamaban trajes), otras hacían bailar el final de sus vestidos con sonrisas de glitter y ojos envueltos en curvas negras o azules, en el peor de los casos.
Era el cumpleaños de quince de La Chola, la nena con la peor popularidad y los mayores deseos de ser ella de todo el colegio. Era pequeña y realmente fea, pero nadie se atrevía a aceptar (y mucho menos a decir) que esa era la razón de su desasosiego. Aquél día todos pensaron que La Chola estaría radiante y contenta, y que sería en efecto la concreción de al menos unas horas de lo que tanto ansiaba. Sin embargo Lucía, envuelta en su dorado romano opaco, llenó el lugar de un aroma que impregnó violentamente la tráquea de (casi) todos los invitados y también de la festejada. Pero no, no trasladaba belleza sobre esos tacos, sólo una delgadez extrema empañada por los efectos del peluquero José. Eso no impidió la concentración de pupilas y envidias (o ganas, en función del observador) que su rareza provocaba.
Al final del pelo que estaba enrollado en sí mismo, Lucía guardaba los recuerdos de cinco años atrás. En ese momento tenía diez: fácil imaginarlo. Las puntas florecidas y ocultas de ese hoy vieron, en la raíz de los diez, cómo los ojos de un nene se perdían en la totalidad de lo que venía abajo, es decir, ella. Saúl estaba también en la fiesta, aunque acostumbrado al paisaje, luego de haberlo deseado tanto. No era a Lucía a quien quería, sino a la respuesta que ella generaba en el entorno. Él era hermoso, pero eso no le alcanzaba si alrededor suyo no encontraba a esa persona hilo, aguja, o las dos.
Cuando Lucía terminó su recorrido descendente, Saúl fue a su encuentro y le tocó los labios con un beso chiquito. Tomó su mano derecha y desvió con ese acto los ojos acusadores, y los otros. Algunos de los rodeados por tinta negra fueron luego al encuentro con el pelo duro, cachetes de colores y besos al aire. Todo olor barato y fuerte, a baño en el que recién se cambiaron los que lo limpiaban horas atrás.
Un par de sanguchitos de jamón y queso, una copa de jugo de naranja (polvo de ese color disuelto en agua y agitado con cuchara de madera) y demasiadas expectativas en una noche que era igual a todas las demás, aunque eso sólo lo sabía Lucía. La Chola dibujó un camino análogo al de los tacos imposibles de hacía un rato, marcando graves diferencias. No en la atención de los invitados como en el espectáculo visual y sonoro armado en cada vez mayor cantidad de espantos preformados. Lágrimas, abrazos y muchas mentiras llenaron el lugar. No, no estaba hermosa, no era posible. Y ella lo sabía. Y a Lucía no le importaba. Tampoco le importaba estar ahí, o no estar, sólo era Lucía y sobraba. Caminaba como si le doliera, pero en realidad nada la perturbaba. Esto la erigía en un lugar inaccesible, que hacía creer compartido, pero que era sólo suyo. De manera inconsciente, todos lo sabían pero nadie lo comprendía. Ella era, y se amaba.