La sorpresa más ridícula que tuve, y la primera que recuerdo, fue a los doce años en Villa Carlos Paz. Claro, el viaje de egresados. El primero.
La cosa era así: el grupo completo formaba una ronda, todos parados. Nos hacían agarrar muy fuerte de los brazos y nos decían al oído un animal. La consigna implicaba que cuando dijeran el nombre de nuestro bicho, debíamos intentar sentarnos mientras que los compañeros de cada lado tenían como meta impedirlo a fuerza de brazos rígidos.
Cuando todos habíamos sido personificados, dijeron, a los gritos: CONEJO!
El grupo entero se sumergió de culo al piso. Absortos y doloridos, no parábamos de reír.
Todavía me duele el coxis cuando llueve. Y no logro decidir si odié a los coordinadores, o si disfruté demasiado de ese momento.
Hoy es cierto que espero y disfruto de la sorpresa, incluso la encuentro en aquellas nimiedades que traen reminiscencia de ese sabor aunque a ojo de mal cubero representen situaciones clásicas.
Hoy es gato conejo.
Es que me enseñen a hacer el morrón con el mismísimo sabor con el que viene en la lata.
Enamorarme en el colectivo y atisbar correspondencia.
Llorar en recitales, de forma incontrolable y hermosa.
Hoy son escalofríos, placer, felicidad y mates que sí permiten avanzar.
Sentir todo, o más que todo.
Disfrutarlo.
Querer estar viva: esa es la sorpresa mayor.
Por fin: mi esquizofrenia y yo nos encontramos y nos abrazamos muy, muy fuerte.