No quería comer. Estaba triste y flaquísima, acentuando su languidez de claridad rubia y lacia. Su nombre era un misterio para mí, y también para los otros habitantes de la casa.
Mi amor por ella fue instantáneo: era un gatito naranja a rayas que maullaba en silencio y ronroneaba a escondidas. No me necesitaba, pero yo quería que.
La crucé en la cocina y le pregunté: "¿Comiste? Decime que aunque sea un poquito". Me miró con los ojos lavados, profundos y no me contestó con palabras.
Al rato volví y creí verla devorando algo de un plato hondo al costado de la heladera. De la alegría, salté y ocupé su posición espacial, pero no era ella: le di un beso en la frente a otra persona. Pedí perdón.
Ahora duerme, para siempre, en el recuerdo irreal de esa casa con madera, invierno, y caminares débiles desconocidos.