lunes, 21 de noviembre de 2011

(sin nombre)

Acá el último escrito (que encontré) de aquellos años tristes.
No necesita más explicación que la que provee su contenido.


...

96 de saturación de O2, 104 de pulso. 105. 104. 102.
-¡Agua!
 Y otra vez a hacer buches con agua helada.
-Yan, secame.
Transpirada desde el pelo hasta el último átomo del pie
-Abdqsea…
-¿qué pasa ma?
Movimiento negativo de cabeza.
-Estoy dopada.
Así es la rutina de terapia intensiva. ¿Qué cómo es el lugar? Bueno, para qué tratar de explicarlo. Sería imposible. El Sanatorio Otamendi-Miroli es una excelentísima y lujosa jaula de variados reptiles. Hay algunos bichos de luz, pero se cuentan como los electrones de valencia de cualquier átomo. Las enfermeras son más bien enferimizas, o enfermantes, o ayudantes de enfermedad (quedó claro, ¿no?). Las mucamas son exactamente eso: mu (de vacas, vagas en insípidas) – camas (lugar donde uno descansa). O sea, son vacas y encima descansando. Los médicos, en general, parecen los normales del lugar. Cuando digo normales me refiero a que hacen lo que deben, teniendo al “paciente en primer lugar” (lema de la institución, que casualmente no es respetado ni en una estatuita de bronce).
“Cuarto piso, ascensor bajando”
Patio español.
“Permitido fumar”
 ¡Al fin! ¡Hacer algo que a uno le de placer sin tener que pagar! De todos modos no está exento de la atrocidades propias (ya lo advertí) del lugar. A la entrada del mismo, una finísima pieza metálica con forma de perro, un poco flaco pero bonito. ¿Qué puede estar haciendo el pobre animal? Comiendo una indefensa paloma. Moraleja: vos seguí volando, que total los perros te morfan igual, y sea como fuere te vas a morir. Muy amable, señor Otamendi. Entonces mejor nos vamos. 

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