Ctrl Alt Supr: esto podría
ser perfectamente catalán, si no supiéramos que es sólo un modo de acceder a las enaguas de
la computadora. Tan sencillo resulta ese pasaje virtual como entreverado el
camino que se recorre en una realidad apagada, gris pero traslúcida, en
la que él ya desapareció. En la que no está solo ni conmigo, en donde no hay más nosotros (ni “es más
nosotros”) porque sencillamente ya no hay él en mí. Aun así, Girona no fue una
ciudad más, ni el nombre de una provincia de comunidad autónoma, y mucho menos
fue la piedra con escaleras que pisaba en una alegría de sol inenarrable. Sí
fue un homenaje, un regalo que nunca va a recibir, y otro punto final, de esos que ya conozco y
nunca respetan a su apellido; signos de puntuación transgénicos, creen ser una
cosa pero se deforman irreversiblemente en punto y coma.
El sueño de una vida que no existe, que ni
siquiera es muerte pero que sólo sirve para un paseo matutino, se vuelve
realidad con un simple pasaje de tren. El Clot Aragó – Girona. Y ya que estamos,
visitemos Figueres y saquémosle un poco de peso a la travesía (las higueras esas, ciudad a la que
me empeciné en llamar Figueiras, en un modo gallego tatuado en la tráquea que no
le cedía el paso al duro catalán). Me llené los ojos de helados con sabores desconocidos, en una ilusión infundada de
encontrar un doble, o quizá sólo un pedacito suyo escondido detrás de una
grieta color crema. Haberlo hecho sin embargo con la firme certidumbre de estar dibujando otra despedida más,
con la repetida esperanza de que haya sido por fin la última.
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