domingo, 16 de octubre de 2011

infeliz día

Sostenía en la mano un envoltorio extraño, blanco y húmedo dentro del cual se alojaba un bebé, pero no uno bien formado o terminado, sino uno que sabíamos que le faltaban días o meses para terminar de ser. Mi hermana hacía lo mismo con otra criatura similar, pero en vez de asegurarse de que la parte que cubría las piernas no quedase expuesta, la abría argumentando que había que acomodarlas, porque empezaban a ponerse moradas. Me horrorizaba, le decía que no debía hacer eso, que se suponía que teníamos que mantener las piernas cubiertas. No sabíamos si ambas criaturas debían colocarse juntas para que se desarrollaran, si eso por alguna razón mejoraría su crecimiento, esa falta de vientre donde deberían haber permanecido. De a poco el objetivo cambiaba, y a su vez la forma de los no-bebés lo hacía, transfigurando en pequeños objetos de madera con un aun más pequeño relieve que sabíamos eran los bebés. Eran más frágiles, blandos, más difíciles de cuidar y mantener en un solo pedazo. La premisa era que no debíamos tocarlos o al menos debíamos hacerlo lo menos posible, y en el afán por el extremo cuidado intentaba armar una caja que los protegiera. Cuando colocaba en la caja al que estaba bajo mi cuidado, el varón, me percataba de que era la peor de todas las estructuras existentes y que no sólo no cumplía su propósito, sino que se doblaba en las paredes y obligaba a la criatura a inmiscuirse en un hueco que terminaba arrancándole la cabeza. Con desesperación intentaba juntarla con el resto, pero sabía que no había remedio y que la criatura estaba muerta.

Creí ver una luz, el reflejo de unos libros, y pensé "hola, má". Mi cuerpo dejó de responder, si es que antes lo hacía. Intenté abrir los ojos y no pude. Hice fuerza para cambiar mi postura pero fue en vano, todos los músculos intentaban moverse pero ninguno de ellos cedía. Estaba inmóvil en mi cama, sufriendo y pidiendo por favor que parara eso que no entendía. Respiraba con ansiedad, sintiendo un cosquilleo a lo largo de todo el cuerpo, un calor irremediable y un dolor inmenso. Al pasar unos minutos logré salir de la caja que me retenía, petrificada; abrí los ojos y lloré. Lloré desde una profundidad desconocida.

Ahora no quiero volver a la cama. Tengo miedo.

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