Era un concierto cualquiera, en una ciudad marítima. Estaba muy adelante, casi en el escenario, sobre el lado derecho y sentada en una cama. La gente a mi alrededor no comprendía lo que estaba sucediendo: Thom Yorke se había duplicado, uno vestía un traje digno de David Bowie, muy atrás, y el de adelante era un cuerpo que realizaba movimientos humanos enfundando en telas típicas. Con mucha naturalidad concluí que se trataba de un simple holograma, algo muy propio de gente así. Disfrutaba de ese regalo inesperado de una forma lo suficientemente estática como para asustarme al despertar. Lo más terrible, de todas maneras, no radica en esto último. Esa reunión musical prosiguió durante varias noches, por supuesto que aludiendo a la sorpresa cada vez, pero yo había decidido aislarme en un hotel alejado del centro; lejos de ellos y de mí misma, inmersa en un libro que no guardaba relación con la realidad. Una silla incómoda y un patio, un libro en la mano, y un celular sonando. Mi amigo en un último sacudón intentaba que volviera a pisar, me decía que hacía seis días estaban tocando al menos uno o dos temas, que adónde estaba y que cómo podía ser. Esa noche era la última, estaban por colmar la sala de sonidos, que vaya que me apure. "Sí Alu, ahora voy, me apuro, sí sí". La parada de colectivos estaba rodeada, no había vehículos grandes, sólo taxis que no se detenían. Otra vez, la última, me perdía de manera absolutamente consciente un evento de la vida que hubiera jurado vivir con plenitud.
Cuando la realidad se agiganta alrededor, uno se siente más pequeño por simple comparación. La clave radica en crecer con ella, acompañarla en un vuelo imperceptible.
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