Segundos después de decidir que necesitaba sangrar por los dedos un rato, la pantalla de mi celular gritó luz sin recibir ningún estímulo externo. Se ve que también necesitaba ser encendida, y el poder de lo estocástico apareció súbitamente estirándole una mano eléctrica. No quiero ser catártica, no quiero olvidarte y no tolero permanecer ausente. Tengo tanto por decir y transpirar que no logro comprender hasta dónde ésta irrealidad puede ser transformada. Certidumbre de lo ignoto y lejanía en todas sus formas chocando en silencio con las chispas de una espera(nza) irracional, infundada o ciertamente mal interpretada.
“Mujer de ciencia, una vida nos separa”. Claro que no. Dos vidas nos separan: la tuya y la mía. Deseo ir y comprar cacao amargo, dártelo un día, que me mires con esa risa burlona de costado, ahí adonde se te marca la arruga precoz. Que me veas a través de los dos vacíos negros pupilas y decirte que sí, que tenés razón, que si se quiere algo de verdad entonces se logra. Pero vos no sos algo, y lo que te construye no quiere nada de lo que pueda darle mi yo inquieto y ansioso; ni chocolate ni nueces ni el poco ruido ni nada de nada.
La soberbia me obliga a creer que es por no quererte lo suficiente a vos mismo, sin embargo no logro hacerle el lugar adecuado para que esos pequeños gritos de luz dominen al resto. Ese maldito resto que gana el primer plano en un golpe seco al estómago mientras me escupe la puta verdad: ya sabía que esto era así, hasta supe decírtelo, y no hay desafío por ganar. Nada fue siempre, nada será en cualquier caso. Nada de nada.
Stop.
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